Cuando mueren nuestros ídolos: Microduelos y espejos del tiempo
Una despedida psicológica a Ozzy Osbourne.
La noticia de la muerte de Ozzy Osbourne me dejó un hueco en el pecho. No sólo porque se va una figura icónica del rock, sino porque con él se apaga una chispa de mi adolescencia. Escuché Paranoid por primera vez a los 14 o 15 años y algo cambió en mí. Conocí el Heavy Metal y, con él, una forma de gritarle al mundo mis emociones.Después de Paranoid, llegó Mr. Crowley, y fue un verdadero momento de descubrimiento. Me abrió la puerta a un mundo nuevo, a las fuerzas oscuras, al misticismo, a una tradición muy inglesa que años después me llevaría a conocer la Wicca. Recuerdo que cuando me compré una remera de Black Sabbath, mi abuela Ramona se santiguó al verme. Era el contraste perfecto: yo fascinada por lo oculto, y ella queriendo salvarme del "Príncipe de las Tinieblas".
Otros temas también me marcaron. Shot in the Dark tenía una energía 100% ochentosa y Dreamer mostraba ese lado más tierno y reflexivo de Ozzy, el que siempre me conmovió profundamente. Esa dualidad entre lo oscuro y lo sensible fue, tal vez, lo que hizo que me identificara tanto con él.
Ozzy era, paradójicamente, tierno. El Príncipe de las Tinieblas, sí, pero con una vulnerabilidad conmovedora, una torpeza entrañable, una mirada que no ocultaba su fragilidad. Tal vez por eso nos llegaba tanto.
Cuando mueren nuestros ídolos, vivimos microduelos. No es solo tristeza por la pérdida de una celebridad: es una sacudida interna, un recordatorio de nuestra propia temporalidad. Se muere algo de nosotros. La adolescencia que compartimos con su música, los sueños de grandeza, las noches de auriculares y rebeldía. El paso del tiempo se nos hace más visible, más concreto. Ver envejecer a quienes creíamos eternos nos confronta con lo inevitable.
Estos microduelos tienen un peso emocional real, aunque a veces nos cueste validarlos. Desde la psicología, entendemos que estas pérdidas simbólicas también movilizan las mismas estructuras del duelo tradicional: negación, tristeza, resignificación. No lloramos solo a la persona que muere, sino a lo que representaba en nuestra historia. Nuestros ídolos funcionan como espejos de etapas vitales, como anclas emocionales que nos sostuvieron en momentos importantes. Cuando se van, algo en nosotros también se suelta.
En términos junguianos, muchas de estas figuras funcionan como arquetipos proyectados: el rebelde, el sabio, el guerrero, el sanador herido. Ozzy, con su caos y su ternura, condensaba varios de ellos. Era el loco sagrado, el bufón que decía verdades incómodas, el niño herido que se convirtió en leyenda. Al admirarlos, no solo seguimos sus trayectorias: activamos en nosotros esas fuerzas psíquicas dormidas. Por eso su pérdida resuena tan hondo. Porque en algún rincón de nuestra alma, sentimos que muere también esa parte de nosotros que soñó, vibró y sobrevivió con su música como banda sonora.
Pero también hay belleza en estas despedidas. Hace unas semanas, Ozzy se despidió con un último concierto. Dijo adiós como un guerrero cansado pero pleno. Y eso también es poesía: una muerte con sentido, una vida bien vivida.
Hoy, el silencio suena a guitarra distorsionada. Y aunque duele, también agradezco haber sido contemporánea a su música, a su irreverencia, a su ternura escondida entre murallas de metal.
Descansa en paz, Ozzy. Gracias por tanto🙏
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