El narrador de historias
Juancito lideraba el tropel de niños del barrio, protagonistas de toda clase de alborotos y travesuras. El contingente
estaba conformado por sus hermanos menores, primos y vecinos de la cuadra, ese espacio olvidado por el progreso en el que aún se jugaba al fútbol en
medio de la calle y con los pies descalzos. Los vecinos compartían el tereré en la
vereda sentados en sillas de cable. El griterío era la norma y si bien para un
transeúnte casual podría parecer que todo allí era caótico, el orden
era estrictamente vigilado por las madres: que por lo general eran
las abuelas, amas de casa y tías mayores que miraban de reojo cualquier intento
de cruzar los límites. En esa cuadra del barrio populoso no se
necesitaban policías, militares y otros controles externos. Todos lo sabían y vivían
en paz bajo el imperio de la ley de las madres.
Evadir la estricta vigilancia de las madres era el deporte preferido de los niños- Aprovechaban las horas de la siesta cuando las madres dormían, ese era el momento perfecto para escabullirse en los baldíos cercanos. Ese domingo caluroso de vacaciones de verano la convocatoria era debajo del mango más grande en los límites del barrio. Estaba todo el equipo trepado en las ramas del frondoso árbol cuando de repente escuchan un silbido singular. Quedaron en silencio para identificar de dónde venía el sonido que cada vez se escuchaba más cercano y agudo, hasta que lo vieron: era un señor moreno de cabellos blancos y mirada risueña. Traía colgado una especie de mochila que encorvaba su espalda. Su vestimenta era peculiar: usaba un sombrero panamá y una remera blanca, con unos jeans ajados y unas alpargatas azules, se sentó en un banco de madera al pie del mango gigante. Cruzó las piernas y miró a los niños que en el ínterin se habían bajado sigilosamente del árbol para emprender el lento operativo retirada. Soy el narrador de historias les dijo, sacando de su bolso una especie de cigarro que prendió con tranquilidad y comenzó sin más preámbulo a contarles historias de poras, niños raptados y otros fenómenos paranormales.
Evadir la estricta vigilancia de las madres era el deporte preferido de los niños- Aprovechaban las horas de la siesta cuando las madres dormían, ese era el momento perfecto para escabullirse en los baldíos cercanos. Ese domingo caluroso de vacaciones de verano la convocatoria era debajo del mango más grande en los límites del barrio. Estaba todo el equipo trepado en las ramas del frondoso árbol cuando de repente escuchan un silbido singular. Quedaron en silencio para identificar de dónde venía el sonido que cada vez se escuchaba más cercano y agudo, hasta que lo vieron: era un señor moreno de cabellos blancos y mirada risueña. Traía colgado una especie de mochila que encorvaba su espalda. Su vestimenta era peculiar: usaba un sombrero panamá y una remera blanca, con unos jeans ajados y unas alpargatas azules, se sentó en un banco de madera al pie del mango gigante. Cruzó las piernas y miró a los niños que en el ínterin se habían bajado sigilosamente del árbol para emprender el lento operativo retirada. Soy el narrador de historias les dijo, sacando de su bolso una especie de cigarro que prendió con tranquilidad y comenzó sin más preámbulo a contarles historias de poras, niños raptados y otros fenómenos paranormales.
El tiempo se detuvo para los niños
traviesos que escuchaban absortos en singular quietud al narrador. Tanta era la concentración que nadie se dio cuenta de que la tarde llegaba a su
final. Nadie excepto las madres que ya habían procedido a buscar a sus críos. La
búsqueda hubiese terminado en un santiamén si no fuese porque el barrio quedó
sin luz. Como todos sabían que a continuación se quedarían sin agua las madres
priorizaron las reservas de agua y la compra de velas para pasar la noche que
se acercaba. Entonces el rastrillaje se retomó con fuerza y vigor al caer la
noche.
La hipnosis colectiva terminó cuando la linterna
de doña Ramona chocó contra el árbol con tal fuerza que los pajaritos hospedados en el mango lo desalojaron abruptamente volando bandadas desordenadas.
- ¡Juancito! Ejuke nde mita`i saraki pua`eke.
La abuela de Juancito, reina de la guardia vieja, era la autoridad más respetada. Recitaba una sarta de recriminaciones en guaraní que dolían más que cualquier paliza y castigo físico.
- ¡Juancito! Ejuke nde mita`i saraki pua`eke.
La abuela de Juancito, reina de la guardia vieja, era la autoridad más respetada. Recitaba una sarta de recriminaciones en guaraní que dolían más que cualquier paliza y castigo físico.
Los niños, volvieron a sus casas
cabizbajos. Las madres no le creyeron que estaban escuchando a un señor que
les contaba historias. Ellas estaban convencidas de que Juancito inventó lo del narrador para evadir el inevitable castigo que esperaba a todos, Pero
Juancito sabía que todo era verdad aunque nadie más en la cuadra volvió a ver
al narrador de historias, ni los niños, ni las madres.
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